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El poder está en el servicio

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Entonces se les ocurrió preguntarse quién sería el más grande. Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, tomó a un niño y acercándolo, les dijo: “El que recibe a este niño en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe a aquel que me envió; porque el más pequeño de ustedes, ese es el más grande”.
Juan, dirigiéndose a Jesús, le dijo: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre y tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros”. Pero Jesús le dijo: “No se lo impidan, porque el que no está contra ustedes, está con ustedes”. San Lucas 9,46-50.

Un corazón libre de ambiciones

“El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre”. ¿Por qué recibir los pequeños en nombre de Jesús?, ¿Porque ser como un niño y hacerse pequeño?

El niño es un ser débil y humilde, que no posee nada, no tiene ambición, no conoce la envidia, no busca puesto privilegiados, no tiene nada que decir en la codicia de los adultos, el niño tiene conocimiento de su pequeñez y su debilidad. Es así como nos hace saber Jesús, que el más humilde será el más grande ante el Padre, porque su corazón está libre de ambiciones.

El niño al igual que el pobre recibe con alegría lo que se le entrega cuando su necesidad depende de los demás. Ese es el sentido de ese “hacerse como los niños”, hacerse humilde y sencillo de corazón, empequeñecido en la sociedad respecto a los puestos de jerarquía, esa es condición de Jesús para seguirlo, “El que no renuncie a si mismo, no puede ser mi discípulo”

La autoridad como servicio

Jesús con paciencia dice: “el más pequeño de ustedes, ese es el más grande” “El que quiera ser el primero debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. Lo que dice el Señor ocurre en todos los ámbitos. El que pretende ejercer el mando, en cualquier orden de la actividad humana, debe saberse en función de servicio. Porque tener autoridad no es una cosa mala, como a veces parece insinuarse. No implica una actitud de orgullo. Por el contrario. Es estar para los demás. El que, por ejemplo, preside una familia, lo hace en beneficio de quienes integran su hogar. El que preside los destinos de una Nación, es alguien que debe ponerse al servicio de su pueblo. Por lo demás, estar en actitud de servicio en modo alguno significa abdicar la propia autoridad, sino, por el contra­rio, ejercerla. Porque el servicio especifico que le corresponde prestar a la autoridad es precisamente ser tal, ser autoridad de veras. El que no tiene a nadie bajo su mando fácilmente se torna egoísta, fácilmente piensa sólo en sí mismo. En cambio quien tiene a su cargo a otras personas, debe salir de sí, debe pensar en ellos, debe ponerse a su disposición, debe poner su talento de conductor en favor de los conducidos.

Si esto acontece en todos los campos del quehacer humano, con mucha mayor razón debe suceder en la Iglesia, la cual, por lo demás, sigue también en esto el ejemplo de Jesús. El Señor era bien consciente de su señorío, de su autoridad. “¿Tú eres Rey?”, le preguntó Pilatos. “Yo para eso nací —le respon­dió—, para eso vine al mundo”. Y, sin embargo, no rehuyó las humillaciones. No dejó de vivir para los demás, servir a los demás.

La virtud de la humildad

Pero al decirnos hoy el Señor: “El que quiera ser el primero debe hacerse el último de todos y el servidor de los demás”, implícitamente nos está exhortando, a todos, a la virtud de la humildad, esa virtud tan hermosa, pero que tanto nos cuesta.

La humildad está en el punto de partida de todas las virtudes. Implica tomar conciencia de que lo que tengo de bueno procede de la bondad de Dios. Si acaso soy grato a Dios, es porque primero El me amó gratuitamente. Por el hecho de que el Señor me ama, por eso me encuentra amable, me ve amable. Decía San Agustín que lo que el hombre hace de malo, eso sí que es propiedad suya; en cambio, lo que hace de bueno se lo debe a Dios; cuando comiences a obrar bien, no lo atribuyas a ti mismo, y al reconocer que no es de ti, dale gracias a Dios que te ha concedido Obrar así. De nosotros mismos, principalmente en el orden sobrenatural, no somos capaces de nada. Ni siquiera de decir “Señor Jesús”, sin la ayuda del Espíritu, como enseña San Pablo.

Preciosa joya esta virtud de la humildad, cuyo nombre proviene de “humus”, tierra, porque supone el sabernos por derecho propio ciudadanos de la llanura, pequeños delante de Dios, como los niños que en todo dependen de sus padres.

Reconocernos pobres, niños y desvalidos, como realmente lo somos delante de Dios: eso es la humildad. “Humildad es andar en verdad” decía Santa Teresa, ubicarse donde corresponde. “Conocerte a ti, Señor, conocerme a mí”, anhelaba San Agustín. Para conocerme a mí, nada mejor que conocer a Dios. Mirando su grandeza, mediré el abismo de mi miseria. Humildad que no es pusilanimidad, o sea el reverso de la magnanimidad, sino al contrario, su presupuesto fundamental. Aspirar a cosas grandes confiando en nuestras propias fuerzas, puede que sea contrario a la humildad, pero no lo es que tendamos a ellas poniendo nuestra confianza en el auxilio divino. El hombre se exalta tanto más ante Dios cuanto más se somete a El por la humildad. Una cosa es ser exaltado por Dios, y otra muy distinta levantarse en contra de Dios: quien ante El se postra, por El es exaltado; quien se yergue contra Dios, por El es derribado.
La humildad consiste, como enseña también Santa Teresa, en “quitar de nosotros y poner”. Hacer en nuestro interior un vacío de nosotros mismos para que Dios pueda llenarlo con su presencia. ¿Quién lo hizo mejor que nuestra Madre, la Santísima Virgen María, que de tal modo se vació de sí misma, de tal modo hizo de sí un pozo, un abismo de humildad, que atrajo no sólo la mirada de Dios sino la presencia misma, la presencia física del Señor? Dios sintió el vértigo de la humildad de María y entonces se anidó en su seno, se encarnó en sus entrañas. Por eso Ella es la primera de las creaturas, la reina de todo lo creado. Se hizo la última, la servidora de todos, la esclava del Señor. Y en atención a ello Dios la constituyó primera.

Volvemos así a lo que decía Jesús a sus discípulos: el que quiera ser el primero, habrá de hacerse el último de todos y el servidor de los demás. Puesto que sólo aquel que se haya vaciado de sí mismo y se haya llenado de Dios, será digno de ser el primero. Si tiene que gobernar, lo hará entonces con espíritu de servicio. Ya no se buscará a sí mismo, porque habrá desertado de sus propios gustos, pasiones y ambiciones. Y así será enteramente apto para entregarse a los demás, para ponerse al servicio de los demás. Como la Virgen María, que vacía de sí misma, supo ofrecer al mundo el servicio más extraordinario: dio carne al Verbo y se asoció estrechamente con El para la redención del mundo. No fue otro sino ella la puerta por la cual Dios entró en nuestro mundo pecador.

Sin duda que a todos nos cuesta mucho la humildad. Casi inconscientemente estamos siempre buscando ser los primeros. Pues bien, si queremos ser realmente los primeros, sigamos el consejo de Jesús, vaciémonos de nosotros mismos, seamos los últimos en espíritu, pongámonos al servicio de los demás.
Al término de este evangelio hemos escuchado cómo Jesús, luego de haber incitado a la humildad, tomando a un niño, lo puso en medio de los discípulos vanidosos y, abrazándolo, les dijo: “El que reciba a uno de estos pequeños en mi nombre recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado”. Al identificarse con ese niño, implícitamente estaba haciendo el elogio de la niñez. Nos estaba invitando a hacernos pequeños, a hacernos como niños, a la infancia espiritual. Nos estaba exhortando a deponer el orgullo, que es causa de estragos en la vida espiritual. Y a revestirnos de entrañas de humildad.

En la Cruz, el Señor, en el más radical de los despojos, vaciado de sí mismo, desnudado por los soldados, ofreció el sacrificio de nuestra redención, que ahora se renueva sobre el altar. Unamos nuestro sacrificio a su Sacrificio. Vaciémonos de nosotros mismos, despojémonos de nuestro orgullo y de nuestros egoísmos. De modo que luego podamos acercarnos a recibir el Cuerpo del Señor que se nos ofrece bajo las humildes apariencias de pan y de vino, así como antaño se mostró a los pastores envuelto en pañales. Cuando penetre en nuestro corazón, pidámosle que allí contemple el espectáculo de nuestra miseria, que experimente el vértigo de nuestro vacío, de modo tal que se sienta inclinado a llenarlo con su plenitud.

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Juan, dirigiéndose a Jesús, le dijo: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre y tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros”. Pero Jesús le dijo: “No se lo impidan, porque el que no está contra ustedes, está con ustedes”. San Lucas 9,46-50.

Un corazón libre de ambiciones

“El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre”. ¿Por qué recibir los pequeños en nombre de Jesús?, ¿Porque ser como un niño y hacerse pequeño?

El niño es un ser débil y humilde, que no posee nada, no tiene ambición, no conoce la envidia, no busca puesto privilegiados, no tiene nada que decir en la codicia de los adultos, el niño tiene conocimiento de su pequeñez y su debilidad. Es así como nos hace saber Jesús, que el más humilde será el más grande ante el Padre, porque su corazón está libre de ambiciones.

El niño al igual que el pobre recibe con alegría lo que se le entrega cuando su necesidad depende de los demás. Ese es el sentido de ese “hacerse como los niños”, hacerse humilde y sencillo de corazón, empequeñecido en la sociedad respecto a los puestos de jerarquía, esa es condición de Jesús para seguirlo, “El que no renuncie a si mismo, no puede ser mi discípulo”

La autoridad como servicio

Jesús con paciencia dice: “el más pequeño de ustedes, ese es el más grande” “El que quiera ser el primero debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. Lo que dice el Señor ocurre en todos los ámbitos. El que pretende ejercer el mando, en cualquier orden de la actividad humana, debe saberse en función de servicio. Porque tener autoridad no es una cosa mala, como a veces parece insinuarse. No implica una actitud de orgullo. Por el contrario. Es estar para los demás. El que, por ejemplo, preside una familia, lo hace en beneficio de quienes integran su hogar. El que preside los destinos de una Nación, es alguien que debe ponerse al servicio de su pueblo. Por lo demás, estar en actitud de servicio en modo alguno significa abdicar la propia autoridad, sino, por el contra­rio, ejercerla. Porque el servicio especifico que le corresponde prestar a la autoridad es precisamente ser tal, ser autoridad de veras. El que no tiene a nadie bajo su mando fácilmente se torna egoísta, fácilmente piensa sólo en sí mismo. En cambio quien tiene a su cargo a otras personas, debe salir de sí, debe pensar en ellos, debe ponerse a su disposición, debe poner su talento de conductor en favor de los conducidos.

Si esto acontece en todos los campos del quehacer humano, con mucha mayor razón debe suceder en la Iglesia, la cual, por lo demás, sigue también en esto el ejemplo de Jesús. El Señor era bien consciente de su señorío, de su autoridad. “¿Tú eres Rey?”, le preguntó Pilatos. “Yo para eso nací —le respon­dió—, para eso vine al mundo”. Y, sin embargo, no rehuyó las humillaciones. No dejó de vivir para los demás, servir a los demás.

La virtud de la humildad

Pero al decirnos hoy el Señor: “El que quiera ser el primero debe hacerse el último de todos y el servidor de los demás”, implícitamente nos está exhortando, a todos, a la virtud de la humildad, esa virtud tan hermosa, pero que tanto nos cuesta.

La humildad está en el punto de partida de todas las virtudes. Implica tomar conciencia de que lo que tengo de bueno procede de la bondad de Dios. Si acaso soy grato a Dios, es porque primero El me amó gratuitamente. Por el hecho de que el Señor me ama, por eso me encuentra amable, me ve amable. Decía San Agustín que lo que el hombre hace de malo, eso sí que es propiedad suya; en cambio, lo que hace de bueno se lo debe a Dios; cuando comiences a obrar bien, no lo atribuyas a ti mismo, y al reconocer que no es de ti, dale gracias a Dios que te ha concedido Obrar así. De nosotros mismos, principalmente en el orden sobrenatural, no somos capaces de nada. Ni siquiera de decir “Señor Jesús”, sin la ayuda del Espíritu, como enseña San Pablo.

Preciosa joya esta virtud de la humildad, cuyo nombre proviene de “humus”, tierra, porque supone el sabernos por derecho propio ciudadanos de la llanura, pequeños delante de Dios, como los niños que en todo dependen de sus padres.

Reconocernos pobres, niños y desvalidos, como realmente lo somos delante de Dios: eso es la humildad. “Humildad es andar en verdad” decía Santa Teresa, ubicarse donde corresponde. “Conocerte a ti, Señor, conocerme a mí”, anhelaba San Agustín. Para conocerme a mí, nada mejor que conocer a Dios. Mirando su grandeza, mediré el abismo de mi miseria. Humildad que no es pusilanimidad, o sea el reverso de la magnanimidad, sino al contrario, su presupuesto fundamental. Aspirar a cosas grandes confiando en nuestras propias fuerzas, puede que sea contrario a la humildad, pero no lo es que tendamos a ellas poniendo nuestra confianza en el auxilio divino. El hombre se exalta tanto más ante Dios cuanto más se somete a El por la humildad. Una cosa es ser exaltado por Dios, y otra muy distinta levantarse en contra de Dios: quien ante El se postra, por El es exaltado; quien se yergue contra Dios, por El es derribado.
La humildad consiste, como enseña también Santa Teresa, en “quitar de nosotros y poner”. Hacer en nuestro interior un vacío de nosotros mismos para que Dios pueda llenarlo con su presencia. ¿Quién lo hizo mejor que nuestra Madre, la Santísima Virgen María, que de tal modo se vació de sí misma, de tal modo hizo de sí un pozo, un abismo de humildad, que atrajo no sólo la mirada de Dios sino la presencia misma, la presencia física del Señor? Dios sintió el vértigo de la humildad de María y entonces se anidó en su seno, se encarnó en sus entrañas. Por eso Ella es la primera de las creaturas, la reina de todo lo creado. Se hizo la última, la servidora de todos, la esclava del Señor. Y en atención a ello Dios la constituyó primera.

Volvemos así a lo que decía Jesús a sus discípulos: el que quiera ser el primero, habrá de hacerse el último de todos y el servidor de los demás. Puesto que sólo aquel que se haya vaciado de sí mismo y se haya llenado de Dios, será digno de ser el primero. Si tiene que gobernar, lo hará entonces con espíritu de servicio. Ya no se buscará a sí mismo, porque habrá desertado de sus propios gustos, pasiones y ambiciones. Y así será enteramente apto para entregarse a los demás, para ponerse al servicio de los demás. Como la Virgen María, que vacía de sí misma, supo ofrecer al mundo el servicio más extraordinario: dio carne al Verbo y se asoció estrechamente con El para la redención del mundo. No fue otro sino ella la puerta por la cual Dios entró en nuestro mundo pecador.

Sin duda que a todos nos cuesta mucho la humildad. Casi inconscientemente estamos siempre buscando ser los primeros. Pues bien, si queremos ser realmente los primeros, sigamos el consejo de Jesús, vaciémonos de nosotros mismos, seamos los últimos en espíritu, pongámonos al servicio de los demás.
Al término de este evangelio hemos escuchado cómo Jesús, luego de haber incitado a la humildad, tomando a un niño, lo puso en medio de los discípulos vanidosos y, abrazándolo, les dijo: “El que reciba a uno de estos pequeños en mi nombre recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado”. Al identificarse con ese niño, implícitamente estaba haciendo el elogio de la niñez. Nos estaba invitando a hacernos pequeños, a hacernos como niños, a la infancia espiritual. Nos estaba exhortando a deponer el orgullo, que es causa de estragos en la vida espiritual. Y a revestirnos de entrañas de humildad.

En la Cruz, el Señor, en el más radical de los despojos, vaciado de sí mismo, desnudado por los soldados, ofreció el sacrificio de nuestra redención, que ahora se renueva sobre el altar. Unamos nuestro sacrificio a su Sacrificio. Vaciémonos de nosotros mismos, despojémonos de nuestro orgullo y de nuestros egoísmos. De modo que luego podamos acercarnos a recibir el Cuerpo del Señor que se nos ofrece bajo las humildes apariencias de pan y de vino, así como antaño se mostró a los pastores envuelto en pañales. Cuando penetre en nuestro corazón, pidámosle que allí contemple el espectáculo de nuestra miseria, que experimente el vértigo de nuestro vacío, de modo tal que se sienta inclinado a llenarlo con su plenitud.

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